En el contexto del marxismo-leninismo, la historia de la lucha de clases nos enseña que el conflicto entre la burguesía y el proletariado no puede resolverse de manera pacífica. Desde los inicios del capitalismo, la clase dominante ha empleado todo tipo de violencia, tanto física como estructural, para mantener su hegemonía y perpetuar la explotación de los trabajadores. Ante este escenario, la violencia obrera se presenta no solo como una respuesta legítima, sino también como una vía necesaria para la liberación y la construcción de un nuevo orden social.
La violencia como motor histórico
Karl Marx, en su análisis del desarrollo histórico, identificó la violencia como la partera de la historia. Cada gran transformación social, desde la caída del feudalismo hasta las revoluciones burguesas, ha estado marcada por el uso de la fuerza para destruir las viejas estructuras y permitir la emergencia de nuevas relaciones de producción. En este sentido, la violencia obrera no es una aberración, sino una manifestación de la lucha de clases que, en última instancia, busca derrocar el poder de una minoría explotadora.
Lenin y la necesidad de la insurrección
Vladimir Lenin, líder de la Revolución Rusa y teórico marxista-leninista, argumentó que la burguesía jamás cederá el poder de manera voluntaria. Las instituciones del Estado burgués —policía, ejército, tribunales— están diseñadas para proteger los intereses del capital. Por lo tanto, la toma del poder por parte del proletariado requiere de una insurrección violenta que destruya el aparato estatal existente y permita la construcción de un nuevo Estado, el Estado socialista, que esté al servicio de la mayoría trabajadora.
La violencia como autodefensa
Es fundamental entender que la violencia obrera no es una violencia gratuita o injustificada, sino que surge como una forma de autodefensa ante la opresión sistemática de la clase capitalista. Los obreros y campesinos, sometidos a condiciones inhumanas de trabajo y vida, son víctimas cotidianas de la violencia del sistema. Ya sea en forma de represión policial, hambre, explotación laboral o marginación social, esta violencia estructural busca perpetuar un sistema económico que beneficia a una pequeña élite a costa del sufrimiento de las masas.
El fin justifica los medios
Desde una perspectiva marxista-leninista, la moralidad de los actos se juzga en función de su contribución al avance del socialismo y la liberación del proletariado. La violencia revolucionaria, por tanto, no debe ser vista a través de una lente moral burguesa que condena cualquier acción que altere el "orden público". En lugar de eso, debe ser valorada por su capacidad para destruir el viejo orden y abrir paso a la construcción de una sociedad sin clases.
La violencia obrera no es solo una herramienta táctica, sino una expresión necesaria de la lucha de clases en su forma más aguda. Enfrentar al capital y sus defensores con la fuerza organizada del proletariado es una vía legítima y necesaria hacia la revolución. El objetivo final, sin embargo, no es la violencia en sí, sino la creación de una sociedad en la que la explotación del hombre por el hombre sea un recuerdo del pasado. Solo a través de la revolución, con todos los medios a su disposición, el proletariado podrá liberar a la humanidad del yugo del capital y construir un futuro verdaderamente socialista.
Hasta la victoria siempre.